La noche anterior a su gran viaje, el Loco me dejó un maletín de cuerina café claro con cuadernos verdes y negros y un Larousse gigante. En los verdes, se explayaba esa noche, escribes lo que se te ocurra, cualquier barbaridad con sentido, son inspiraciones frescas; con estas dejas engordar el cuaderno, las dejas reposar, después tomas una y la corriges, la afinas como una ninfa en mara, la pules hasta formar una estatua, una versión fina y sin esquinas. Y luego reflexionas, date un buen tiempo para eso. Y cuando estés seguro y, sobre todo, cuando estés satisfecho, la transcribes en el negro y no la tocas nunca más. Es la versión definitiva, un poema para publicar, dijo el Loco.Me costó asimilarlo porque creía que los poemas pocas veces llegaban a un estado consumado o de perfección. Opté por callar. La noche en que abrí el maletín me preguntaba porque el no utilizó los cuadernos. No se me había ocurrido preguntarle. Pero se notaba, nadie los había tocado. El maletín mismo fue olvidado una eternidad en un rincón. Las hojas de los cuadernos presentaban ese color blanco amarillento y expelían ese olor rancio de nuevo machacado por la escasez de luz y el pasar del tiempo.