El sector de la distribución comercial es desde hace años uno de los más dinámicos de la economía del país y también de la economías de occidente. Dado el espíritu de iniciativa que lo inspira, no es extraño que en una sociedad como la nuestra, de relativa prosperidad y desarrollo, traucidos en un considerable volumen de producción de bienes destinados al consumo individual, el aumento en cantidad y diversidad de las relaciones de intercambio de productos haya dado lugar a que, desde hace años, el ser humano, cosmopolita y urbano, se haya convertido en consumidor, lo que añade a otras facetas de su ciudadanía la de vivir inmerso en una amplia red de relaciones económicas, bastante caótica, de manifestaciones no siempre predecibles y de resultados inciertos para sí mismo. En cierta forma, el consumidor de este siglo y de finales del XX es un ser desbordado por el mercado, por la oferta que recibe permanentemente e, incluso, por su propia demanda que con frecuencia no controla, sometido a unos ritmos y modelos de relaciones económicas que desconoce y a los que se confía, en la creencia ingenua de que aquellos discurren ordenandamente y cuyo resultado final coincidirá con el que inicialmente ha imaginado.